El mentiroso juego democrático en México

    En México la democracia no es una forma de vida para desarrollar todas las potencialidades humanas, sino una red de procesos verticales.

    Anuncio

    Por Baltasar Hernández Gómez

    La cultura democrática existente está enfundada en la obtención de legalidad por medio del voto ciudadano y no en la legitimación de proyectos políticos que resuelvan, con la participación societal, los conflictos y necesidades que persisten en la realidad. 

    En México la democracia no es una forma de vida para desarrollar todas las potencialidades humanas, sino una red de procesos verticales que impone una visión de sometimiento a ideales reconvenidos por el subsistema partidocrático que acapara para sí las vías de acceso a la política. 

    Las elecciones se vuelven el pináculo de la dinámica a la que deben someterse las mujeres y hombres mayores de edad, para supuestamente diseñar un mejor país. La democracia mexicana es entonces un simple y llano proceso de democratización, es decir, concesiones y prerrogativas que van abriendo los organismos de la sociedad política, verbigracia Estado, apretando aquí, ajustando allá, con el objetivo de conservar la hegemonía de la élite gobernante.

    En el juego de hacer creer que la democracia mexicana es perfectible y que es el modo de vida más idóneo para convivir doméstica y globalmente sin injusticias, la sociedad civil es presionada a interiorizar que si se suma al proselitismo electoral, razonamientos de partidos, candidatos, medios de comunicación y a la idea acomodaticia de que es mejor tener amigos o aliados para conseguir puestos o favores, y con ello se cree estar construyendo una Nación más próspera. 

    Nada más alejado de la verdad, porque este paradigma inmoviliza cualquier acción propositiva que incluya programas y acciones que intervengan positivamente en la calidad de vida ciudadana. Sólo queda acoplarse -lo mejor posible- a las instituciones Estatales encargadas de organizar, operar y sancionar las elecciones cada 3 ó 6 años, de acuerdo al calendario de renovación de los Poderes Legislativo y Ejecutivo.

    Durante un periodo aproximado de 90 días, los partidos políticos, que son los propietarios de los canales de inserción y participación política, apoyados por los aparatos gubernamentales, buscan con desmesura el convencimiento de las masas votantes para que entreguen su sufragio a cualquier instituto que presenta un proyecto utópico de bienestar. 

    El abanico de partidos es grande, pero más grande es el ansia de perpetuar los controles sociopolíticos, a través de una participación acotada de millones de mexicanos que sólo cumplen con la obligatoriedad de sentirse ciudadanos ejemplares, para luego ser empujados a refugiarse en la comodidad de sus hogares, trabajos y círculos sociales. 

    Y no es que la sociedad sea la culpable de que todo siga igual, sino que así ha sido educada para adecuarse a los parámetros de aceptar la selección de candidatos y sentir que no hay más por hacer. Lo cierto es que hay un apoderamiento de la representación de que las urnas son el clímax, el máximo alcance que pueden lograr los mortales mediatizados, pero no más.

    Aunque persiste el dogma de que no hay nada más allá de la democracia vertical, que está opuesta a la de democracia participativa en el nivel horizontal (la cual se debiera dar como natural y única en todas y cada una de las realizaciones que se realizan en el hogar, escuela, trabajo y relaciones interpersonales), las cifras electorales expresan que la sociedad cree cada vez menos en este modelo pasivo.

    Y cómo no: legisladores y gobernantes ineficaces y corruptos; partidos que negocian con los opositores para lograr prebendas, dinero y empleos para amigos, compadres y familiares; enriquecimientos ilícitos e inexplicables; olvido de promesas; menos servicios públicos con calidad y oportunidad; más cargas hacendarias; mayor violencia por omisión, contubernio y negligencia; creciente e imparable pobreza económica; son sólo algunos indicadores tangibles de que lo que se vive en el renglón de “lo político” es un engaño por los cuatro costados.

    La abstención es un fenómeno casi imparable, pero aun así el INE, las dependencias federales, estatales y municipales, partidos políticos y la clase empresarial se desviven por seguir preservando al sistema que los ha favorecido con riquezas, prestigio, impunidad e impudicia.

    No obstante las cantidades exorbitantes que se erogan en publicidad, gastos de campaña, presupuestos para la manutención de los partidos, funcionarios del IFE y Trife, Poder Legislativo y despachos gubernamentales, que representan una afrenta a la clase media y a los más de 57 millones de pobres y extremo pobres de México; los ciudadanos enajenados por la culturización política sólo reciben colores, contornos y patrañas de la farándula social, política, así como del mundo del espectáculo, optando por el camino más próximo: el enfado, abstencionismo, crítica y resignación.

    Ya apropiados de la curul u oficina de algún nivel de gobierno, los políticos y funcionarios padecen de amnesia, pues se olvidan de proyectos y promesas, que muchas ocasiones son hasta firmadas ante fedatarios públicos, pero sobre todo del compromiso de construir honesta y decididamente un país de “todos” y para “todos”.

    Primero adoptan un mensaje de protección: hay que analizar las demandas hasta las profundidades más recónditas antes de actuar; hay que cuidar lo que se tiene y evitar movilizaciones de protestas; hay que admitir los ajustes de austeridad, la inflación, los despidos, el abandono de las causas más sentidas de la población, porque la Patria no está en condiciones de cumplir con sus hijas e hijos. 

    Posteriormente los investidos en ropajes republicanos, dignos émulos del Senado romano en tiempos imperiales, empiezan a presionar para que sus dietas, viáticos, pasajes, nómina personal y gastos diversos se incrementen, para asegurar en el tiempo de su mandato, un porvenir que les permita soportar las críticas, el ostracismo o hasta las acusaciones que pudieran haber en su contra posteriormente. 

    Los votantes –de acuerdo a esta lógica de Poder- ya cumplieron con el cometido de ir a las urnas y ahora tendrán que soportar lo que venga, porque seguramente habrá otros atrás de ellos que renueven la quimera de “borrón y cuenta nueva”, para seguir aspirando a un México justo y rebosante de bonanza.

    La indiferencia y el olvido dan cabida a uno de los pecados más perversos de los políticos, que es la desfachatez de “no ver, no oír y no hablar”, permitiendo que se repita la cruda realidad que subsume a las mayorías nacionales en la miseria social, económica, política y moral. 

    Este comportamiento no es otra cosa más que cinismo superlativo que encrespa y llena de desventura a la sociedad, la cual impedida a revocar mandatos, se limita a criticar en corto. 

    La desazón generalizada es el escudo protector de los desventurados que persiguen la consecución de sus intereses personales y grupales, pues hoy en día lo que no es masivo, llamativo y no aparece en los medios de comunicación sencillamente no existe. Nacidos, amamantados y preservados en un sistema autoritario, de partido único y hasta hace 21 años en un juego de partidos comparsas, los ciudadanos no alcanzan a visualizar que el Poder y la democracia real nunca están en juego, porque simplemente se trata de una recreación de estructuras simuladoras de lucha sociopolítica, enmarcada en los dimes y diretes que se difunden en la arena electoral con “gladiadores” ataviados con atuendos y máscaras multicolores.

    Antes del acomodo, cuando los políticos sólo son aspirantes o precandidatos ofrecen su palabra de honor y se desgarran vestiduras ante la ciudadanía, pero cuando llegan a diputados, senadores, regidores, presidentes municipales, gobernadores, secretarios de Estado y presidentes de la República no miran y mucho menos sienten la realidad: la pobreza es un espejismo inducido por los enemigos políticos, el campo no enfrenta problemas y la inseguridad es una ilusión. 

    México se convierte en su propio Alicia en el país de las maravillas, donde nada es para tanto. Los funcionarios y políticos que defienden su encargo lo hacen por ambición de Poder y para lograrlo están dispuestos a llevar al cabo cualquier cosa: engañar, reír, llorar, enaltecer acciones y proteger lo indefendible.

    Muchos políticos hacen proselitismo apropiándose de una imagen prefabricada, pero cuando llegan a la meta ya no actúan en función de la sociedad (que es el elemento trascendental para la democracia: demos=pueblo y chratos= autoridad), sino en relación a los intereses de su grupo propulsor, partido y los mass media.

    La relación entre políticos, gobernantes, partidos, grupos de interés y medios de comunicación se traduce en transacción continua a costa de las mayorías. En esto ha caído el sistema democrático, que sólo busca convenir tratos favorables para los “elegidos”.

    Por esto es que los políticos ofrecen votantes como carne de cañón y un cúmulo de capitales financieros y de tráfico de influencias a los clanes que integran la “familia partidocrática”, aprobaciones al gobierno en turno, canonjías a los mecenas privados y a los medios de comunicación.

    Los que llegan a los puestos de Poder se acomodan repartiendo contrataciones de publicidad, dádivas y remesas a la industria comunicacional, reporteros, paliativos a comunidades muy pequeñas, privilegios legales y extralegales a empresarios, compañeros legisladores y funcionarios del Estado y de su partido.

    La puesta en escena de la sátira política comenzó al finalizar la Revolución mexicana cuando la Constitución de 1917 estableció un régimen democrático y un sistema político con clara división de Poderes, sin embargo en la práctica el modelo estuvo siempre sujeto de los alfileres de la voluntad del presidente en turno. Esto trajo como derivación un Poder metaconstitucional del Ejecutivo, ya que por decenios no hubo un Legislativo independiente y el Judicial estuvo subordinado al portador de la banda tricolor.

    El equilibrio político no dependió del respeto a la Leyes que caracterizan a una verdadera división de Poderes republicano, sino de aspectos políticos, sociales y culturales. El presidencialismo mexicano creó, reprodujo y vigiló un paradigma autoritario para que la sociedad entendiera y actuara en política.

    La cultura paternalista en donde el Presidente todo lo podía, todo sabía y todo imponía, fue por más de 71 años el elemento más destacado del sistema político mexicano. El “estilo personal de gobernar”, como lo acuñó Daniel Cosío Villegas, fue el factor decisivo para establecer las proporciones para hacer o dejar hacer en términos políticos y económicos. Independientemente de la eficacia de algunos actos, como por ejemplo: la expropiación petrolera en 1938 asumida en el gobierno de Lázaro Cárdenas del Río; la nacionalización bancaria en 1982 bajo el edicto de Lópezportillo o la implantación del neoliberalismo por la administración de Miguel de la Madrid Hurtado (1982-1988) y culminada por Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), la figura de Tlatoani estuvo colocada por encima de las exigencias sociales o de todo lo que no proviniera del Ejecutivo en turno y su séquito de funcionarios, familiares, amistades e incondicionales del partido hegemónico. 

    En el caso específico del aval legal: el voto (que es la razón más importante para la instauración y defensa del Poder político), la organización de las elecciones estuvo prácticamente controlaba por el presidente a través del secretario de Gobernación, quien presidía la Comisión Federal Electoral, creada en 1946, y posteriormente el Consejo General del Instituto Federal Electoral creado en 1990, hasta 1996, fecha de su completa “ciudadanización”.

    A pesar de las incontables promesas de los gobiernos en turno, partidos políticos, candidatos institucionales u opositores y de organizaciones civiles que se conformaron al calor del denominado proceso de transición en el año 2000, lo cierto es que la alternancia, si bien desplazó al partido hegemónico, no transformó a la clase política ni rompió con el viejo régimen, tal y como lo señala el doctor Lorenzo Meyer. 

    En este sentido, la victoria del PAN puede ser interpretada como el flash en que la sociedad mexicana del siglo XX, recreada por la vía de la verticalidad, maduró al punto de hacer innecesario y disfuncional el instrumento político inicial de Poder –el partido de Estado (PRI)- y demandó que el Poder empezara a ser acotado y controlado de manera más institucional. 

    Pese a este avance, conforme se desarrollaron los acontecimientos del sexenio de Vicente Fox Quesada, quedó en claro que la alternancia, por sí misma, no resolvió el problema de la democracia, pues nunca estuvo sobre la mesa los conceptos y prácticas de pluralismo, tolerancia, justicia y bienestar.

    En cualquier país del mundo por mucho menos se caen gobiernos, pero en México van y vienen administraciones y legislaturas y no pasa nada. En 1988 se “cayó” el sistema de cómputo que estaba contabilizando las votaciones, las cuales fueron supervisadas por la secretaría de Gobernación, dando el triunfo de la presidencia de la República a Carlos Salinas de Gortari. 

    En 1994 hubo una serie de fenómenos políticos (la aparición de una guerrilla del EZLN en la selva de Chiapas y los asesinatos de Luis Donaldo Colosio Murrieta y José Francisco Ruiz Massieu) y tampoco hubo asomo siquiera de un sacudimiento de las estructuras formales o metaconstitucionales. 

    Sólo por citar algunos de los múltiples casos de infamia más recientes detallaré que el INE confirmó que el expresidente Vicente Fox Quesada contaminó la elección y que los partidos políticos, las autoridades electorales y administrativas fueron incapaces de comprobar el treinta por ciento de los gastos por difusión en los medios de comunicación electrónicos, donde se erogó el ochenta por ciento de los recursos generales de las campañas políticas.

    Lo antes dicho se aprecia mejor cuantitativamente: hubo 281 mil spots que no pudieron sustentar el PAN y la partidocracia. Finalmente todo quedo en escándalo mediático y después la desmemoria.

    Los altos y bajos perfiles que tienen los detentadores del Poder resultan amparo para el cinismo y la impunidad. Por ejemplo, las propiedades y fundaciones de la familia Fox Sahagún, así como su “rancho” en San Cristóbal, Guanajuato, acondicionado bajo la protección y recursos públicos, son verdaderos escenarios de la desvergüenza de presentarse en revistas y talkshows como gente del jet set, mientras que las “preocupaciones” por los millones de mexicanos pobres quedaron olvidadas.

    La desfachatez se reproduce en todas direcciones, toda vez que los políticos jurásicos, los de nuevo cuño y servidores públicos del momento se regodean de los beneficios materiales que otorga el Poder, dejando en el vacío cualquier demanda o acusación en contra de funcionarios o legisladores actuales o los que antecedieron.

    Los gobiernos municipal, estatal o federal, diputados, senadores y miembros de la las cortes judiciales representan en sí mismos los recintos predilectos del cinismo rapaz, donde la procacidad y la corrupción sobrevuelan como buitres que nos advierten que estamos en un sistema político que lo menos que le importa es la gente.

    La sociedad secuestrada en la ideología dominante actúa reactivamente, limitándose a desarrollar sus actividades cotidianas, cargada de un desapego a la res (la cosa) pública, ya sea por conformismo o porque no le queda de otra. Y como esta situación ha sido soportada por muchos sexenios, los poseedores del Poder sienten que la inmovilidad será eterna y cada vez más exhiben sus miserias en discursos televisados, debates en las cámaras legislativas y en los cientos de actos de inauguración de obras.

    En el segundo mandato panista (2006-2012), que presumiblemente fue etiquetado como “consolidación del cambio democrático”, partidos, políticos y empresarios favorecidos por el modelo político autoritario, no guardan proporciones de recato: hacen alarde de reuniones entre bambalinas, de alianzas entre opositores que en teoría son imposibles, y del manejo de enormes partidas presupuestales para perpetuar beneficios personales y grupales, traducidos en automóviles, inmuebles, joyas, viajes, cuentas bancarias, indemnizaciones inexplicables, viáticos, recursos humanos para uso personal, etc.

    ¿Cómo es posible que los ciudadanos crean y confíen todavía en la democracia? Simplemente por la imposición permanente de la supraestructura ideológica que oculta que partidos, plataformas programáticas y candidatos no provienen de un consenso de las bases militantes y/o societales, sino de los grupúsculos elitistas que van definiendo cómo, cuándo y dónde materializar sus intereses de clase. 

    ¿Cómo hacer que la sociedad sienta suyo el país, cuando las listas plurinominales esconden las intenciones de envolver los cargos legislativos, para echar a andar iniciativas que favorezcan a empresarios, gobernadores y al mismo presidente, que ayudaron a obtener el triunfo de la contienda electoral? 

    Y a pesar de que los escándalos del sistema político rallan en lo inaudito, que harían suponer un levantamiento de las clases sociales oprimidas, no pasa nada. Muchos intelectuales orgánicos, periodistas y miembros de los partidos “grandes” someten dichas incongruencias al círculo de la sátira mexicana, que de todo se ríe aunque a los ciudadanos se los esté llevando la pomposa calavera inmortalizada por José Guadalupe Posada.

    Falta mucho…….nos falta mucho para que todos unidos en una cruzada por México quitemos las caretas de la democracia procedimental y vertical y fijemos en la mesa del debate y la acción, la democracia horizontal para ser una mejor ciudad, estado y país.

    [email protected]