La Metamorfosis de los candidatos a puestos de elección popular en México

    Los grupos hegemónicos dentro de cada organización están concentrados en impulsar a sus representantes en los tres Poderes de la Unión sin que les importe la colateralidad de sus acciones en beneficio social.

    Anuncio

    De héroes por la democracia a anónimos en fuga

    Por Baltasar Hernández Gómez

    Traspasando el umbral del análisis ideológico, de la composición política e intereses de clase y de la estructura orgánica de partidos, los candidatos a puestos de elección popular han estado ocupados en construir perfiles de acción y reacción, que los sitúe como productos políticos líderes en el cada vez más competido mercado electoral, con el objetivo de ganar el mayor número de sufragios para llegar a una curul Legislativa o silla del Poder Ejecutivo (en lo municipal, estatal y federal).

    Hemos sido testigos de una encarnizada lucha por parte de los candidatos y sus equipos de campaña para ganar las preferencias de sectores sociales sin considerar un grado aceptable de consistencia política: la imagen es el todo -suponen que es una verdad a toda prueba- y por eso relegan la congruencia política, trayectoria social y experiencia de vida al último sitio en su escenario de proyección.

    Los candidatos han basado su operatividad en la ejecución de tácticas políticas eminentemente pragmáticas, apostando a la desmemoria de largo plazo; a la novatez de los votantes entre 18 y 25 años y la sobreexplotación de la apreciación a corto plazo, pero sobre todo al impacto visual y auditivo en los medios de comunicación, pues el marketing electoral es el instrumento más socorrida por la política en la era posmoderna, a fin de imponer una visión  “aséptica” de la cosa pública (de la res-pública como establecieron los romanos), tratando de convertir a los candidatos en prototipos vivientes de los estatutos, principios y fines de sus organizaciones propulsoras. La figura del candidato aparece como si fuera crisol del capital político de los partidos, pero deja en la periferia los elementos cualitativos que puedan ser los factores de fondo para la diferenciación.

    La estructura tradicional de fidelidad, favoritismos y paciencia de la denominada partidocracia se ha visto transformada en una élite tecnócrata, que trata de trocar al electorado en una masa más o menos uniforme que aprecie su realidad social de acuerdo con las pautas subliminales de los spots transmitidos en los mass media impresos y electrónicos. Los partidos habían sido definidos por ser parte del conjunto social, es decir, su concepción tradicional era ser legítimos receptáculos de los intereses de clase diferenciada, pero ahora han sido rebasados por las leyes del mercado.

    Los grupos hegemónicos dentro de cada organización están concentrados en impulsar a sus representantes en los tres Poderes de la Unión sin que les importe la colateralidad de sus acciones en beneficio social. El interés de la poli cede su lugar al formato costo-resultado, lo que se traduce en la máxima maquiaveliana de que el fin admite y ejecuta cualquier tipo de artilugios para concretarse.

    Haciendo un corte transversal en la historia política del México contemporáneo, desde 1988 en que comenzó a desarrollarse propiamente el marketing electoral como la forma más acabada para ofertar los intereses partidistas, pero no como emblema patriótico o seguimiento de las conquistas sociales ni mucho menos como legado de la idiosincrasia heredada por la raza de bronce, el mercadeo ha sido el engranaje para moldear las intenciones del voto.

    Luego entonces, desde hace 23 años los ejes de campaña cambiaron su posición, trasladando los larguísimos recorridos en todas las entidades federativas a las pantallas, bocinas, papel y plástico utilizados por los medios de comunicación, para transmitir una realidad fragmentada. El voto no va a ser entendido como la cesión voluntaria de la soberanía particular y colectiva, sino como el pago que debe desembolsar la ciudadanía ante la oferta partidista.

    Aunado a lo anterior encontramos que la cultura democrática impuesta por el órgano “ciudadanizado” INE se ha sustentado en el paradigma procedimental-vertical, o sea, la democracia en tiempos electorales será apreciada por los sujetos sociales como la única esfera donde pueden activar su potestad política. El acto de votar se muta en baluarte de la participación política: el depósito de la boleta en la urna se asemeja a la decisión de comprar la mercadería exhibida en vitrinas comerciales y, al final sólo sobrevive el conformismo y la queja.

    Esta concepción de democracia vertical inmoviliza la participación social, sometiendo a mujeres y hombres al papel de depositarios de preferencias inmediatas, pero sin que haya asomo de conciencia para definir proyectos de país, estado o municipio. Se privilegia al homo videns sobre el homo sapiens. La democracia procedimental somete el imperio de la razón a las curvas cambiantes de la propaganda política. Ésta es desde hace varios años la constante nuestra de cada día, para supuestamente decidir el rumbo social.

    Hemos sido espectadores atrapados en la trama de escoger los productos políticos que se nos presentan sin cuestionamiento alguno ¿Quiénes y por qué son elegidos? ¿Qué intereses ocultos persiguen y de qué grupos provienen? ¿Qué ha hecho y dónde han estado en la cotidianeidad social? ¿Cuáles son sus fundamentos ideológicos y resultados? ¿Cuáles son sus propuestas sustentables y los tiempos para su cumplimiento? Cada 3 ó 6 años los ciudadanos aprecian un paquete de candidatos remasterizados (viejos conocidos con lustrosas sonrisas) o candidaturas tan novedosas que resultan insólitas y fuera de contexto.

    Cuando los plazos constitucionales autorizan el despliegue de la maquinaria político-electoral salen a la luz pública personajes de todo tipo, que intentan captar la intención de voto a través del entrelace de mito-transformación-persuasión- insistencia. Durante la fase proselitista se enfundan en slogans llamativos, vestimentas apropiadas y rituales persuasivos para alcanzar la empatía social.

    Construyen filosofía al vuelo, que trata de justificar su proceder: “no concurso por poder ni por interés personal o grupal, sino porque el municipio, estado o país requiere del sacrificio concretado en mi persona para que todos estemos bien”, dicen los pronunciamientos de mujeres y hombres que desean alcanzar un tramo de poder.

    Los candidatos se erigen en gladiadores de la democracia; próceres nacionalistas; defensores de la ecología; promotores de humanismo asistencialista; ciudadanos ocupados por la defensa de los derechos de personas de la tercera edad, niños, madres solteras e indígenas y, críticos acérrimos de errores en pasadas administraciones, que en muchas de las cuales fueron -en su momento- participantes o mínimamente agoreros de aprobación. Pareciera que todos compran las armaduras del rey Arturo en la tienda de la demagogia, ocultando sus verdaderas inclinaciones psicológicas, económicas y políticas.

    En los días que dura la campaña electoral los candidatos se convierten en verdaderos miembros de la liga de superhéroes, en socios de la cofradía de la decencia y las buenas costumbres. Todo lo humano de su vida familiar, laboral y social pasada parece borrarse como si ser humano los convirtiera en personas non gratas. Se apodera un estadio parecido a la amnesia, que hace desconocer que ellos al igual que los demás son simples mortales.

    En la pasarela política se metamorfosean en titanes capaces de despojarse de sus intereses económicos y sociales “porque la Patria así se los pide”. Muchos, por no decir todos, se yerguen como mesías a punto de cruzar la tierra prometida, enalteciendo a su máxima expresión la virtud de “dejar todo para buscar soluciones a la injusticia prevaleciente”. El gesto mundano es cambiado por fotografía retocada, repleta de códigos subliminales para arrancar del imaginario colectivo la aceptación.

    En medio del sudor, empellones, peticiones a viva voz, reclamos, amenazas a su integridad, ataques opositores y la mirada de escrutinio de propios y extraños, los candidatos viven en una realidad prefabricada donde llegan a sentirse indispensables. En cierto momento algunos llegan a creerse -a pie puntillas- sus discursos y poses, interiorizando que su devenir es cuasi divino, si no ¿Quién dejaría sus empresas, familia y actividades cotidianas para embarcarse a una travesía impredecible?

    A lo mejor estoy exagerando en mi incredulidad, pero ¿Será verdad que todos los políticos son ungidos temporalmente por el mismo espíritu que envolvió a personajes como Buda, el Nazareno o Mahoma? Lo único cierto es que se empeñan en hacernos creer que “abandonaron lo material para seguir un apostolado divino”.

    En el subsistema electoral mexicano los candidatos ganadores tienen la oportunidad de que en su trienio o sexenio traduzcan las promesas en planes gubernamentales y de paso corroborar el “aura todopoderosa” ganada en las urnas, para enfrentar los retos en su localidad. La sociedad por su parte tiene la ocasión para comprobar si su decisión fue correcta, o bien, caer en decepción cuando descubren que el contenido del producto político que compró no fue como se lo presentaron en los promocionales. La realidad ha demostrado que la gran mayoría cumple a 1/30 de su capacidad o menos, dejando una estela de desesperanza y hartazgo.

    Los candidatos perdedores, despojándose del diseño de imagen y dejando atrás sus discursos proféticos, vuelven sin más ni más a sus actividades diarias o de plano desaparecen de la escena pública. ¿Dónde quedaron los emotivos spots de arrancarse las vestiduras para hacer un México, un estado o municipio mejor?

    En esta visión de lo vencidos, la realidad sin maquillaje los orilla al ocultamiento temporal, a lamerse las heridas en la clandestinidad u ocupar -en el mejor de los casos- un cargo en la administración de quien fuera su enemigo en el coliseo electoral.

    Aunque muchos no quieran admitirlo este fenómeno de metamorfosis ha provocado, entre otras causas, la abstención y la apreciación negativa de la práctica política. En el intangible del pensamiento social se fija la contradicción de que los candidatos que buscaron arrebatar su voto primero se presentaron como mártires de la democracia para luego esfumarse cual si fueran barcos atravesando el Triángulo de las Bermudas.

    ¿Dónde van a parar y qué hacen los políticos vencidos? ¿Por qué no continúan visitando y gestionando mejores condiciones de vida para la sociedad? La respuesta llega de nueva cuenta más temprano que tarde: se van de viaje, se refugian en sus oficinas o incluso a los 3 ó 6 años muchos de ellos reaparecen sin rubor alguno con nuevas palabras, ropas, gestos y rituales, queriendo avivar fuego en las cenizas dejadas a la vera del camino.

    Lo más seguro es que vuelvan a sus negocios, que disfruten del capital monetario obtenido, o bien, ocupen un puesto a nivel municipal, estatal o federal. Sin embargo, queda latente la amenaza de verlos con nuevos bríos en años venideros.

    Mientras llegan a una decisión personal (porque en este dilema poco les interesa la colectividad), las decenas de miles de votos obtenidos quedan en espera, añorando que el ganador los voltee a ver y haga acciones que beneficien su entorno, si es que los perdona por haber apoyado, al contrario. Miles y miles de sufragios quedarán a la deriva porque el rol de mesías adoptado en la contienda ya cumplió su cometido.

    A lo sumo invitarán a una marcha, encabezarán una concentración o pelearán mediática o jurídicamente para solicitar la nulidad de la elección. Después -inexorablemente- el silencio, las fotos en eventos altruistas y del jet set o simplemente el ostracismo y la autocensura. Es grande el amor, pero más grande el olvido.

    La construcción de la democracia no es una obra fácil y mientras no haya verdadero compromiso social y coherencia estaremos confinados a repetir la espiral de engaño o suplantación de identidades. El trabajo político requiere de permanencia y responsabilidad y no del ir y venir de máscaras venecianas que ocultan mentiras cortesanas.

    Lo único comprobable en el ámbito político es que los aspirantes optan por refugiarse en fortalezas blindadas y desaparecer de las actividades sociales o de protesta donde por pundonor deberían estar en primera fila.

    No es posible que sigamos viviendo la tragicómica puesta en escena de campañas electorales donde los protagonistas se visten de pueblo, reparten alimentos, camisetas, gorras y enseres domésticos. Se tienen que repudiar los actos donde los pretendientes reparten besos y arrumacos a granel a niños y ancianos, para luego en lo oscurito desinfectarse boca y manos con alcohol y, en casos extremos hasta vomitar los tacos aceptados a un ama de casa.

    Hay que evitar seguir siendo testigos de actos mediáticos donde al apagarse las cámaras, al voltearse los reporteros, al desviar la mirada los observadores y simpatizantes, y cuando las manecillas de la agenda se detienen, no queda más que un enorme vacío y uno que otro miembro del equipo logístico destrabando lonas de apoyo y recogiendo la tramoya.

    [email protected]